La manera más fácil de encontrar el final de un camino es enrrumbando hacia la sierra. Vas por la carretera troncal, coges la pista hacia un distrito, luego la carretera afirmada hacia un anexo ubicado generalmente en la cima de un cerro. Subes y subes rogando que el carro aguante, apiadándote del pobre motor pero exigiéndole que siga, escuchándolo toser como tuberculoso, como asmático, asorochado, pero exigiéndole que siga, que suba, que no se apague; porque sabes que si se cansa, que si se para, que si se muere, entonces todo es hacia abajo y en reversa y el abismo espera. Y los amigos no te abandonan, así que llegas al pueblo y cruzas la plaza de armas siguiendo la calle hasta que de pronto ya no hay más huellas de llantas, ya no hay sendero siquiera, no hay más donde ir, ni a la derecha, ni a la izquierda, ni adelante. El final de un camino no es triste ni alegre solo es el final, un instante de reflexión sobre hasta donde pudiste llegar, un ligero frío, un paisaje; está el más allá, la aventura de los desconocido y está el atrás, el regreso, la aventura de recoger los detalles que pasaste de largo.