Wednesday, September 20, 2006

Siete días con la hora equivocada

Esta vez no tuve problemas de homonimia. Vacié mis bolsillos sobre el táper y me quité la casaca mecánicamente, pasé por la puerta chillona, levanté los brazos. El procedimiento ya no me sorprende ni me fastidia, miré con ojos cansados al oficial -antes les sonreía y saludaba- recojí mis cosas y seguí caminando hacia la última sala de espera. Llamaron a primera clase. Cargaba apenas una mochila. A mi costado, una familia disfrutaba sus últimos minutos en Lima. Franceses. Un ejecutivo hablaba por su celular. Alemán. Dos jóvenes conversaban cansados. Ingleses. Yo dormité un poco. Llamaron a mi fila.
Fueron 18 horas de viaje con dos escalas. Una señora rusa me preguntó si podría cambiar de asiento conmigo. Me tocó una chica venezolana. Ella viajaría más lejos aún, hasta Dubai, su esposo a quien no veía desde hace cinco meses trabaja para una empresa petrolera allá y ella renunciaba a Puerto Ordaz para reunirse con él, ahorrar dinero durante cinco o seis años para luego regresar a poner algún negocio en su país. Lamentaba lo de su perrita. Un año entero, con dos viajes a Caracas incluidos, para sacar los permisos necesarios para poder viajar con ella, para que al tratar de abordar le dijeran que necesitaba una última vacuna y que ya no había forma de obtenerla. Tener que correr al área de vuelos nacionales y mandar a su Laika de regreso a su ciudad, llamar entre lágrimas a su madre para que la recoja en el aeropuerto y que la cuide, y que no puede viajar, la pobre.
Se quedó dormida y fue cayendo sobre mi hombro. Le besé la frente y sonrió en su duermevela. Cuando despertó se incomodó un poco. El ruso se había parado en medio del pasillo y pedía whisky continuamente. Cogía con algo de morbosidad a todas las mujeres que pasaban a su lado. La venezolana lo había notado. "Si me toca le meto un puñete", me dijo. Yo sonreí. El ruso comprendió su decisión. Cuando la chica le pidió permiso, se puso a un lado y ni la rozó. Minutos antes me había contado que eran sus últimas horas con jeans, con polo de manga corta y apretado, que se había mandado hacer su túnica, que no podría pintarse, ni siquiera las uñas. Que no había podido llevar un solo cuadro de Jesús, María o José. "Me gustaría verte con túnica", le dije. Se rió y adiviné en sus ojos que podría ser.
En Frankfurt le insistí. "Ok", me dijo y nos dirigimos hacia los baños. Cerramos la puerta, ingresó a uno de los casilleros y luego de un rato salió de blanco convertida en árabe. Se veía muy mona. Al ocultar sus redondeces, su rostro se hizo más bello de lo que era. Se lo dije.
Su vuelo salió primero que el mío. Cuando llegué a esta ciudad hacía un poco de frio y apenas salí del aeropuerto empezó a llover. Tome el autobus, miré el mapa, hice lo que tenía que hacer y volví a salir a la búsqueda de un hostal. Fue en vano. Tuve que entrar a una cabina, ubicar un hostal barato y escribir y publicar antes que venza la media hora. Regreso en seis días. Esta es una ciudad increiblemente cara, además de fría.