Atravesó el mundo entero siguiendo la pista de aquella princesa a la que había visto solo en sueños, en medio del océano, abrigándose a sí misma. Trece lunas llenas pasaron cuando arribó a un mar de pequeñas olas turquesas en una playa de arena blanca y granos gruesos, totalmente desierta. "Aquí acabó mi sueño –se lamentó- hasta aquí me guían sus pistas, pero ¿cómo voy a adentrarme al mar sin un bote, si hace tres días que no veo árboles o algún tronco que me ayude a flotar?" Maldiciendo su suerte se le vino encima todo el cansancio y se quedó dormido. Volvió a ver a su princesa, en una pequeña isla, rodeada de un mar que se volvía rosado al reflejar sus vestidos y a un sol que permanentemente se ocultaba en el océano. Pero esta vez, su presencia era más cercana, tan cercana que cuando ella lo miró, sintió arder sus mejillas. Era una mirada firme pero ligeramente triste, de alguien que ha esperado mucho y ya no cree que encontrará algo, de alguien que ya está de vuelta.
Fue tanto el calor que le produjo la visión aquella que despertó hirviendo en fiebres pero con una inusitada determinación que le hizo aventurarse en el mar y nadar y nadar hasta que ya cansado y muy alejado de la costa, empezó a ser presa de calambres y vio llegar su fin. "Mis sueños nunca se convierten en realidad –pensó- pero prefiero morir aquí, en medio del océano que haber envejecido en tierra lamentando mi falta de audacia… Me entrego a ti princesa de éter", gritó antes de empezar a hundirse.
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