Graffiti de una mujer buena
Hay mujeres buenas, claro que las hay. No hablo de las buenitas, ni de las que están buenazas, sino de las buenas de verdad, de esencia buena sin importar la vida que llevan. Atesóralas (pero sin apropiarte de ellas) porque en los 72 años que te tocan vivir, bastarán los dedos de una mano de carpintero para contar las que se crucen por tu camino. Yo conocí una que se hacía notar demasiado. Amaba de una manera tan bondadosa y tierna que quienes la conocían dibujaban su corazón como si fuese una manzana, sin la punta desafiante que tienen los corazones comunes, sin el poto por delante que tienen los corazones comunes. Hace poco vi su corazón pintado en la avenida Brasil. La gente buena se las arregla para trascender en cualquier lugar al que lleguen. Yo la conocí en Cuenca en 1997. No tenía donde hospedarme, eran los tiempos en que los hoteles ecuatorianos tenían en sus mesas de despacho la frase: "No admitir ladrones, personas sucias, perros ni peruanos". Ella había llegado a Cuenca para visitar a su marido que estaba en la cárcel de esa ciudad. Nos conocimos en una banca cerca al paradero de los ómnibus. Me ofreció ayuda. Fuimos al hotel, pidió una habitación y subió conmigo. Lo que no entiendo es cómo llegó a la avenida Brasil. Ojalá la hayan tratado bien. Supongo que sí, de lo contrario no hubiesen graffitiado su corazón exactamente como era. Hay gente que es mala con la gente buena. Hay gente que juzga a la gente buena por la vida que llevan.
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