Cuento 18
Erase una vez, en un lejano país, había un castillo enorme, rodeado de espesos bosques y de altas montañas. En dicho castillo, lejos del mundanal ruido, vivía una dulce y bella princesa, de largas trenzas doradas y ojos grandes y grises. Griselda, que ese era su nombre, vivía triste y acongojada. Se pasaba los días aburrida, contemplando el cielo azul y los pajarillos del bosque que, volando frente a su ventana libremente, trinaban a los cuatro vientos sus canciones.
La princesita estaba aburrida de su aburrida vida. Nunca pasaba absolutamente nada en el aburrido castillo de aquel aburrido país. Su padre, el Rey, pasaba el tiempo encerrado en sus aposentos, escribiendo la biografía de sus antepasados. Una biografía de lo más aburrida y tediosa, puesto que todos los reyes que le precedieron, su padre, su abuelo, su bisabuelo... habían sido tan aburridos como él mismo. Tampoco tenía mucho para animarse pues el país no era más que un puñado de bosques y unas montañas llenas de matojos y animalillos salvajes. La mayoría de los habitantes habían marchado a vivir a un lugar más animado.
La madre de Griselda había marchado siendo ella muy niña. Su madre, muerta de aburrimiento, había conocido a un faquir que pasaba por allí, bastante despistado. Griselda solo tenía tres años por aquel entonces y, aunque su madre trató de llevarsela consigo, no lo consiguió. Asi que su madre marchó con el faquir a buscar nuevos lugares y ya nadie volvió a verla. Su marido, el Rey, estaba demasiado ocupado con su biografía para enterarse de su marcha.
Griselda estaba siempre sola. Leía, bordaba, paseaba por los jardines del castillo pero nada la entretenía. No había nadie con quien hablar. La cocinera, una mujer robusta y rubicunda, estaba demasiado ocupada en su cocina. El mayordomo de su padre estaba demasiado ocupado con los quehaceres de la casa. La doncella estaba siempre ocupada ayudando a la cocinera.
La vida de Griselda cambió una mañana de primavera. Los pajarillos trinaban en su ventana, el aire olía a salvia y a menta y las nubes algodonosas se movían perezosas en el cielo azul. Un grillo pequeñito salió de un agujero de la pared, dándole a la letárgica Griselda, que casi se dormía apoyada en el alfeizar de su ventana, un buen susto. Pasado el susto, la primera reacción de Griselda fue darle un zapatazo al pobre bicho negro. Pero se quedó boquiabierta cuando el bicho comenzó a hablar
- ¡Oh, princesa! ¡No lo hagais! ¡No me piseis! ¡Os lo ruego! -comenzó a chillar el pobre grillo con una voz aguda de grillo, pidiendo clemencia por su vida.
Griselda abrió los ojos como platos. No podía creer lo que sus ojos veían, y tampoco lo que sus orejas oían. ¡Increible! ¡Un grillo parlanchin! Se sentó, aturdida, mirandole fijamente. El grillo comenzó a hablarle suavemente. Griselda le escuchó y, poco a poco, encontró que la conversación del grillo era muy interesante.
El grillo comenzó a visitarla cada día, después de la limpieza. Conversaban agradablemente y el grillo, que se llamaba Sebastían, le contaba mil y una historias, le contaba maravillas del mundo. Porque Sebastián era un grillo de mundo y se sabía historias de todo tipo, de amor, de venganza, poesías, canciones... Era un grillo realmente increible.
Y pasaron los días y los meses, llegó el invierno y volvió la primavera. El grillo había conseguido conquistar la confianza de la princesa y ya le era permitido subirse sobre su hombro y susurrarle al oído sus historias. De todas formas como tenía una voz muy débil, Griselda estaba algo cansada de agacharse para escucharlo y tenerlo sobre el hombro era más descansado. El grillo había llenado la vida de Griselda de color y de alegría.
Aquel día de primavera, pasado un año desde que se conocieron, el grillo estaba algo misterioso. Quería contarle una cosa muy importante a Griselda pero tenía miedo de su reacción. ¿Se lo cuento, no se lo cuento? ¡Qué dilema! Finalmente, subiendose al hombro de Griselda, decidió contarselo. Total, ¿que tenía que perder? Bueno, quizá Griselda solo creería que aquella era otra de sus historias.
- Griselda, mi princesa -comenzó a decir Sebastián- Tengo que contaros algo.
- Cuentame mi buen amigo -respondió ella- Sabes que adoro tus historias.
- Bien.... -comenzó él, algo dubitativo- Esta historia es real, cierta como la vida misma.
- ¡Oh! -exclamó ella- ¡Qué bien! Cuenta, cuenta, estoy ansiosa.
Sebastián se puso muy serio, como solo los grillos saben hacerlo.
- Hace bastantes años yo era un valeroso y apuesto caballero, joven, guapo y atractivo. Pero... una perversa bruja me convirtió en lo que soy, por negarme a contraer matrimonio con la fea de su hija, que tenía verrugas hasta en la punta de la nariz. Y su madre, para vengarse de mi, me convirtió en un grillo. Solo si una doncella de corazón puro llegara a amarme por mi mismo volveré a ser el caballero que fui. Y... aún hay más.
Griselda se lo miró totalmente fascinada. No parecía tomarselo muy en serio pero la historia le encantaba. Sonrió dulcemente.
- ¿Y...?
- Pues verás, mi princesa... Hay un requisito que debe cumplirse para romper el maleficio. Es algo delicado.
- Nada, nada -le contestó ella, haciendo un gesto con la mano- Dime... ¿que puedo hacer por tí?
- ¿Me amas?
- Pues claro... Eres el bicho más encantador que he conocido.
- Bien -dijo él, atusandose las antenas- Verás.... hummmmmm! Pues... ¡Deberías darme un beso! - ¿Un beso?
- ¡Sí! ¡En los labios!
Griselda se lo pensó. Tenerlo en el hombro era una cosa, se había acostumbrado a Sebastián a pesar de la repugnancia inicial. Pero un beso... eso era cosa seria.
Sebastián vió la duda en los ojos de Griselda.
- Bueno.... no te preocupes... ¡lo comprendo!
Pero ya los ojos de Griselda se iluminaron.
- ¡Te lo debo! -le dijo- Has llenado mi vida con tus cuentos... ¿Como no iba a hacer algo por ti?
Sebastián comenzó a saltar de contento. ¡Por fin! ¡Por fin! Volvería a ser aquel chico guapo y alto que volvía loquitas a las mujeres.
Griselda cogió a Sebastían con dos dedos, un poquitín nerviosa. Nunca le había tocado y le daba no-se-qué. Pero no se arredró. Lo acercó a sus labios y estampó un suave y delicado beso en la cabecita negra de Sebastián, alli donde deberían estar los labios de un grillo.
El tiempo, de pronto, pareció detenerse. Los pájaros dejaron de cantar, la brisa se detuvo. Se hizo un silencio total y ¡puf! la metamorfosis se completó.
Sebastián chilló, rascándose las patitas traseras. Griselda también y se desmayó. Cuando Griselda recobró el conocimiento se encontró algo desconcertada. Sebastián estaba a su lado, mirándola con sus extraños ojos negros.
- ¡Oh, Oh! -exclamó él.- Creo que la bruja nos ha gastado una mala pasada. Una broma de muy mal gusto.
Sebastián besó los labios de Griselda con ternura, frotando con suavidad sus antenas contra las de ella. Pero Griselda continuó siendo un pequeño grillo de dulces ojos castaños.
Sebastián y Griselda construyeron su hogar en una rendija de la pared, donde vivieron felices y tuvieron unos centenares de hijos que pululaban alegremente por el solitario y abandonado torreón. Y dicen que fueron felices y comieron.... lo que coman los grillos.
La princesita estaba aburrida de su aburrida vida. Nunca pasaba absolutamente nada en el aburrido castillo de aquel aburrido país. Su padre, el Rey, pasaba el tiempo encerrado en sus aposentos, escribiendo la biografía de sus antepasados. Una biografía de lo más aburrida y tediosa, puesto que todos los reyes que le precedieron, su padre, su abuelo, su bisabuelo... habían sido tan aburridos como él mismo. Tampoco tenía mucho para animarse pues el país no era más que un puñado de bosques y unas montañas llenas de matojos y animalillos salvajes. La mayoría de los habitantes habían marchado a vivir a un lugar más animado.
La madre de Griselda había marchado siendo ella muy niña. Su madre, muerta de aburrimiento, había conocido a un faquir que pasaba por allí, bastante despistado. Griselda solo tenía tres años por aquel entonces y, aunque su madre trató de llevarsela consigo, no lo consiguió. Asi que su madre marchó con el faquir a buscar nuevos lugares y ya nadie volvió a verla. Su marido, el Rey, estaba demasiado ocupado con su biografía para enterarse de su marcha.
Griselda estaba siempre sola. Leía, bordaba, paseaba por los jardines del castillo pero nada la entretenía. No había nadie con quien hablar. La cocinera, una mujer robusta y rubicunda, estaba demasiado ocupada en su cocina. El mayordomo de su padre estaba demasiado ocupado con los quehaceres de la casa. La doncella estaba siempre ocupada ayudando a la cocinera.
La vida de Griselda cambió una mañana de primavera. Los pajarillos trinaban en su ventana, el aire olía a salvia y a menta y las nubes algodonosas se movían perezosas en el cielo azul. Un grillo pequeñito salió de un agujero de la pared, dándole a la letárgica Griselda, que casi se dormía apoyada en el alfeizar de su ventana, un buen susto. Pasado el susto, la primera reacción de Griselda fue darle un zapatazo al pobre bicho negro. Pero se quedó boquiabierta cuando el bicho comenzó a hablar
- ¡Oh, princesa! ¡No lo hagais! ¡No me piseis! ¡Os lo ruego! -comenzó a chillar el pobre grillo con una voz aguda de grillo, pidiendo clemencia por su vida.
Griselda abrió los ojos como platos. No podía creer lo que sus ojos veían, y tampoco lo que sus orejas oían. ¡Increible! ¡Un grillo parlanchin! Se sentó, aturdida, mirandole fijamente. El grillo comenzó a hablarle suavemente. Griselda le escuchó y, poco a poco, encontró que la conversación del grillo era muy interesante.
El grillo comenzó a visitarla cada día, después de la limpieza. Conversaban agradablemente y el grillo, que se llamaba Sebastían, le contaba mil y una historias, le contaba maravillas del mundo. Porque Sebastián era un grillo de mundo y se sabía historias de todo tipo, de amor, de venganza, poesías, canciones... Era un grillo realmente increible.
Y pasaron los días y los meses, llegó el invierno y volvió la primavera. El grillo había conseguido conquistar la confianza de la princesa y ya le era permitido subirse sobre su hombro y susurrarle al oído sus historias. De todas formas como tenía una voz muy débil, Griselda estaba algo cansada de agacharse para escucharlo y tenerlo sobre el hombro era más descansado. El grillo había llenado la vida de Griselda de color y de alegría.
Aquel día de primavera, pasado un año desde que se conocieron, el grillo estaba algo misterioso. Quería contarle una cosa muy importante a Griselda pero tenía miedo de su reacción. ¿Se lo cuento, no se lo cuento? ¡Qué dilema! Finalmente, subiendose al hombro de Griselda, decidió contarselo. Total, ¿que tenía que perder? Bueno, quizá Griselda solo creería que aquella era otra de sus historias.
- Griselda, mi princesa -comenzó a decir Sebastián- Tengo que contaros algo.
- Cuentame mi buen amigo -respondió ella- Sabes que adoro tus historias.
- Bien.... -comenzó él, algo dubitativo- Esta historia es real, cierta como la vida misma.
- ¡Oh! -exclamó ella- ¡Qué bien! Cuenta, cuenta, estoy ansiosa.
Sebastián se puso muy serio, como solo los grillos saben hacerlo.
- Hace bastantes años yo era un valeroso y apuesto caballero, joven, guapo y atractivo. Pero... una perversa bruja me convirtió en lo que soy, por negarme a contraer matrimonio con la fea de su hija, que tenía verrugas hasta en la punta de la nariz. Y su madre, para vengarse de mi, me convirtió en un grillo. Solo si una doncella de corazón puro llegara a amarme por mi mismo volveré a ser el caballero que fui. Y... aún hay más.
Griselda se lo miró totalmente fascinada. No parecía tomarselo muy en serio pero la historia le encantaba. Sonrió dulcemente.
- ¿Y...?
- Pues verás, mi princesa... Hay un requisito que debe cumplirse para romper el maleficio. Es algo delicado.
- Nada, nada -le contestó ella, haciendo un gesto con la mano- Dime... ¿que puedo hacer por tí?
- ¿Me amas?
- Pues claro... Eres el bicho más encantador que he conocido.
- Bien -dijo él, atusandose las antenas- Verás.... hummmmmm! Pues... ¡Deberías darme un beso! - ¿Un beso?
- ¡Sí! ¡En los labios!
Griselda se lo pensó. Tenerlo en el hombro era una cosa, se había acostumbrado a Sebastián a pesar de la repugnancia inicial. Pero un beso... eso era cosa seria.
Sebastián vió la duda en los ojos de Griselda.
- Bueno.... no te preocupes... ¡lo comprendo!
Pero ya los ojos de Griselda se iluminaron.
- ¡Te lo debo! -le dijo- Has llenado mi vida con tus cuentos... ¿Como no iba a hacer algo por ti?
Sebastián comenzó a saltar de contento. ¡Por fin! ¡Por fin! Volvería a ser aquel chico guapo y alto que volvía loquitas a las mujeres.
Griselda cogió a Sebastían con dos dedos, un poquitín nerviosa. Nunca le había tocado y le daba no-se-qué. Pero no se arredró. Lo acercó a sus labios y estampó un suave y delicado beso en la cabecita negra de Sebastián, alli donde deberían estar los labios de un grillo.
El tiempo, de pronto, pareció detenerse. Los pájaros dejaron de cantar, la brisa se detuvo. Se hizo un silencio total y ¡puf! la metamorfosis se completó.
Sebastián chilló, rascándose las patitas traseras. Griselda también y se desmayó. Cuando Griselda recobró el conocimiento se encontró algo desconcertada. Sebastián estaba a su lado, mirándola con sus extraños ojos negros.
- ¡Oh, Oh! -exclamó él.- Creo que la bruja nos ha gastado una mala pasada. Una broma de muy mal gusto.
Sebastián besó los labios de Griselda con ternura, frotando con suavidad sus antenas contra las de ella. Pero Griselda continuó siendo un pequeño grillo de dulces ojos castaños.
Sebastián y Griselda construyeron su hogar en una rendija de la pared, donde vivieron felices y tuvieron unos centenares de hijos que pululaban alegremente por el solitario y abandonado torreón. Y dicen que fueron felices y comieron.... lo que coman los grillos.
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